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Al otro lado de la vida


¡Dios mío, qué mal me encuentro!... Siento la boca pastosa, la garganta seca, parece como si el aire no quisiera entrar en mis pulmones... Y el cuerpo, mi propio cuerpo, no es el mismo, el mío, piernas, brazos, todo parece artificial o de cartón piedra... Es igual que si fuera un muñeco y no lo soy, soy un hombre, un hombre que ha franqueado la barrera de los 80...¡y con mucho! Pero si no fuese por mi salud...

Todo comenzó hace unos años, la vejez y su secuela de desajustes, circulación defectuosa, el temido colesterol, el corazón... Y también el tabaco, hay que reconocerlo, pero, cuándo uno es fumador... En fin, que la tercera edad no perdona... Empecé por estar siempre cansado, muy, muy cansado, me fatigaba subir escaleras, y eso que no estoy gordo, me dormía frecuentemente, me duermo...

Suerte de mis sobrinos, en cuya casa vivo... Y no es que me recogieran, nada de eso, fue al enviudar hace poco, ¿cuatro, seis años, cinco?, que ellos me dijeron:

-Tío, usted se viene con nosotros todo el tiempo que sea menester, mi mujer y yo encantados. Usted no tiene hijos y los nuestros ya están casados y no voy a permitir que acabe usted en una horrible residencia de ancianos, abandonado de todos, que en esta familia se le quiere...

¡Maravillosos sobrinos!... Lloré de emoción al escuchar tales palabras, pero como tengo mucho dinero, tierras, campos, bosques, no faltaron malintencionados que me dijeron que fuese con cuidado, que mi sobrino, el único que tengo, el hijo de mi hermana que en paz descanse, era un interesado y que él y su mujer sólo deseaban mi herencia, vaya, vivir a costa mía y luego disfrutar de lo que quedase dándose la gran vida ellos y sus hijos, claro que yo no hice ningún caso a los envidiosos... ¡Lengua de víboras!... Y además mi sobrino me demostró con hechos, cuán equivocados estaban todos porque desde que resido aquí, no ha permitido que desembolsara un céntimo pues comida, ropas, distracciones, médicos, medicinas, o sea, todo cuanto yo pueda apetecer o necesitar me lo costean ellos y si intento hacerles algún regalo se enfadan mucho y aseguran que lo único que ellos quieren es que yo sea feliz, y no son palabras, no, que bien dan pruebas de su buena fe. Me respetan tanto que me han prometido que a mi muerte toda la inmensa heredad que poseo la mantendrán igual, sin vender ni un sólo metro cuadrado de terreno... ¡Y de qué malos modos sacó mi sobrino de casa a aquel especulador que vino hace tres meses para intentar convencerme de que vendiese a una inversora extranjera todos mis terrenos con el fin de hacer una urbanización! Y mira que daban de millones, tantos como para encandilar a un avaricioso... Pero yo dije que no y mi sobrino y su mujer me apoyaron... ¿Cómo no les voy a querer entonces?, ni a buenos ni a desprendidos no hay quien les gane, y es para mí un gran consuelo saber que, a mi muerte, todo el patrimonio familiar no será troceado y repartido entre extraños... ¡Son las tierras de nuestros abuelos y con nosotros han de permanecer!... Todo esto, claro está, despierta el entrometimiento de muchos, y, por aquellos días, vino a verme el señor Nicolás, el maestro jubilado y antiguo compañero de las tardes del mus, y me dijo rezongando, como tiene por costumbre:

-Tú fíate, fíate, que yo sé de muy buena tinta que los perlas de tus sobrinos, han recibido por las tierras una oferta mayor, de otra inmobiliaria de la ciudad, y que, en cuanto fallezcas, les faltará tiempo para ir corriendo a vendérselas...

¡Pero qué mal me encuentro, Dios mío, no debía de haberme echado la siesta!... Después de comer me ha entrado un mareo y suerte que mi sobrina me ha hecho una infusión de hierbas que me ha sentado tan bien que el mareo se me ha quitado y me ha entrado un sueño profundo, aunque ahora, ahora me siento muy mal, ya no tengo el mareo pero me noto muy raro, todo el cuerpo me pesa, estoy como atontado e incorporarme en la cama me ha costado mucho, he querido llamar a mi sobrino y ni fuerza ha tenido la voz para salir...

No sé lo que me pasa, ¿me estaré muriendo?; desde luego, bien no estoy... Voy a intentar acercarme a la galería... ¡Oh, es terrible, parece como si mis piernas fuesen de plomo!...

Avanzo lentamente mientras me voy apoyando en todo lo que encuentro, las paredes, los muebles... ¡Caramba!, acabo de tirar un florero... Bueno, después de todo he hecho ruido y como no se me oye la voz así sabrán que me pasa algo, que les necesito... ¡Qué raro, nadie me ha dicho nada y eso que les escucho hablar al fondo de la casa!... Es extraño, da la sensación de que estuviesen muy alterados, incluso parece como si la mujer de mi sobrino llorase desconsoladamente... Pero si no discuten, ellos no se pelean nunca... ¿Qué está sucediendo?... Ahora mi sobrino marca los números del teléfono, le oigo hablar... Su voz suena ronca, dolorida...

Pero, ¿qué dice?, ¿qué está diciendo?...

-...mi tío ha muerto, un paro cardíaco en plena siesta, venga enseguida, doctor...

No, no, eso no es cierto, yo estoy vivo, claro que estoy vivo, lo que pasa es que ellos se piensan que me he muerto porque deben de haberme visto muy dormido, con el pulso tan débil, que los pobres se han asustado y se han creído que... Bueno, que estoy fatal, sí, eso es verdad, pero cuando me vean aparecer todo se arreglará y el médico ya está en camino, es decir, que el problema se podrá solucionar, supongo, caso de que lo que tengo no sea grave... ¿Lo será?... Espero que no se espanten al verme aparecer... Mi sobrino abre ahora la puerta y sale al jardín... No lo entiendo, ¿tal vez el médico no puede venir y va a buscar otro en el coche?... Deseo llamarles, pero no tengo fuerzas... Me arrastro hasta llegar a la galería y por suerte, las cortinas no están echadas. Sólo tengo que aparecer y me verá, me verá la mujer de mi sobrino que es la que se ha quedado llorando allí, ¡pobrecilla!, lamento el susto que le voy a dar, pero...

¡Dios mío!, ¿qué es esto, qué pasa aquí?... ¡Hay un hombre sentado en mi butaca, lleva mi propia ropa, parece... dormido!... ¡No puede ser, no es verdad lo que veo!... ¡SOY YO!... ¡Yo mismo, con la cabeza reclinada sobre el pecho y los brazos caídos a ambos lados del sillón!... Y ahora recuerdo que es ahí en donde me he quedado dormido, y no en la cama como yo creía...

Entonces...

Entonces eso significa que estoy muerto, ¡muerto, muerto!, por ello mi cuerpo no es el de siempre, tal es la razón de que no pueda hablar, de que avance pesadamente por la casa, torpe y descarnado, un alma en pena, un fantasma, ya no existo, no existo...

Mi sobrina está llorando de rodillas en el suelo frente a mi cuerpo exánime, ahora levanta la cabeza y mira en dirección a la puerta en donde yo estoy, o creo estar, con expresión acongojada, pero no me ve, no da señales de verme, su mirada sólo refleja dolor, pena, no terror...

Intento alargar la mano, intento hablar, un gemido brota de mi pecho, es el lamento de ultratumba, pero ella no me oye, ella no me ve, estoy del otro lado de la vida, en esa zona invisible donde los quejidos de los muertos no traspasan la barrera para llegar al mundo de los vivos...


El cuerpo del anciano se derrumbó con estrépito sobre el suelo, y, en ese preciso instante, la figura yacente del sillón y la mujer que a sus pies se acurrucaba, cobraron movimiento, levantándose ágilmente, y corrieron en dirección al cuerpo caído. El hombre, de mediana edad, buscó el pulso de su tío y luego se inclinó para auscultarle, la mujer le miraba expectante hasta que su marido, alzando el rostro, le dijo con expresión de triunfo:

-¡Ya está!... ¡Reventó por fin el viejo trasto!... ¡Sabía yo que su corazón no lo iba a aguantar!
Y despojándose de la peluca y la bata casera, un par de minutos después, ahora de verdad, se dirigió al teléfono para llamar al médico.


Autor: Esther
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