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Pesadilla número 9


Disfruto del momento, sin duda. Puede que muchos no comprendan el placer derivado del sufrimiento ajeno, pero no me importa. Cada uno busca su propio placer y éste es el mío. Estoy seguro que ella no lo disfruta, aunque no es algo que me preocupe. Cuando uno es consciente de qué le da placer y lo asume, lo que opinen los demás deja de tener importancia.

Noto su respiración entrecortada, su sudor frío recorriéndole el cuerpo. Los temblores de sus manos, mientras busca a tientas por la pared me dicen lo que pasa por su mente. Dentro de su pánico interior algo le dice que a través del tacto encontrará algo, una puerta quizás. Me parece divertido mirarla hacerlo, sabiendo que está encerrada en una habitación sin puertas. La única salida está en el techo. Pero ella no puede verlo, me he encargado de ello.



Una vez la cogí, en aquel oscuro aparcamiento, lo más complicado fue arrastrarla. El cloroformo funcionó a la perfección, a pesar que aún no domino bien las proporciones. Siempre temo pasarme en la dosis y matarlas. Pero es más elegante que dejarlas sin sentido de un golpe. Con la violencia siempre se corre el riesgo que los planes fracasen antes de empezar. No había nadie en todo el aparcamiento, como yo esperaba. Pero cada ruido hacía erizarme el pelo, pensando que me habían descubierto. Me gusta esa sensación. La arrastré y la metí en el maletero. Pensé en amordazarla por si despertaba, pero era improbable. Dormiría bastante rato.

Durante todo el trayecto saboreé el miedo que ella iba a pasar. El miedo y el sufrimiento no tiene porque esta ligados al dolor físico. No me gusta el dolor. Infligirlo es sencillo y el placer que provoca es efímero. Prefiero saborear el terror.

Parece que ya se ha cansado de palpar las paredes. Se ha convencido que no hay salida. O puede que esté cansada. Lo que me parece más extraño es lo pronto que se ha conformado con la situación de su cara. La máscara de metal que le he puesto y el esparadrapo en su boca no le permiten ver, ni hablar. Así me ahorro sus gritos desesperados. No quiero que empiece a pedir ayuda, o a suplicar clemencia. Eso no es divertido, es patético. La máscara tiene un cierre de metal, un buen trabajo de artesanía.



Recuerdo la cara del cerrajero cuando le pedí que adaptara un cierre de hierro oxidado a una máscara de latón. Por suerte no me costó convencerle que tanto este trabajo, como otros que le iría encargando más adelante, eran para el atrezzo de un taller de teatro. El hombre incluso se permitió la licencia de adivinar que este encargo era para representar “El hombre de la Máscara de Hierro”. Lo cierto es que la máscara sí la había conseguido en un taller de teatro, si bien el cierre no estaba relacionado en modo alguno con ese arte. Era uno de mis objetos más preciados. En apariencia no era más que un viejo y oxidado trozo de metal. Pero había ayudado a segar más vidas, desde que había sido modelado, que muchos hombres. Era uno de los cierres que sujetaban a los presos que eran ejecutados en una silla eléctrica. Conseguirlo había sido toda una odisea, tuve que aprovechar un viaje de negocios a Nueva York para hacerme con él. En los barrios bajos de esa ciudad se puede encontrar de todo, si se sabe dónde buscar.

Ya es hora que empiece el juego. Parece que se ha quedado dormida, acurrucada en un rincón. Como en otras ocasiones observo que tienden a ponerse en una esquina. Esto parece darles una sensación de estar más protegidas, aunque sepan que no es cierto. Tengo que pensar en preparar una habitación circular, así comprobaré cómo se colocan. Abro la válvula y empieza a salir el agua. Primero un tímido chorro, que luego va aumentando. Ella lo nota y se sobresalta. Sé que el agua está muy fría. Además ella sólo lleva un ligero camisón de hilo. Antes de empezar tuve que desnudarla y ponérselo. Tengo que reconocer que verla completamente desnuda me excitó, pero yo no soy un violador. Nunca forzaría a una mujer. Cada uno tiene sus principios y éste es uno de los míos.



El agua está empezando a llenar la habitación. Ella se ha puesto de pie, totalmente empapada. En apenas unos minutos más le llegará a la altura de la garganta. Pero no se parará ahí, seguirá subiendo. Sé que ella sabe nadar, si no supiera el juego no tendría gracia. Fue un acierto usar una máscara de latón, que es mucho menos pesado que el hierro o el acero. Por desgracia eso lo descubrí en una amarga experiencia, varios años atrás. Pero como en cualquier faceta de la vida para perfeccionarse hay que cometer fallos, sólo así se aprende. Muchos errores había cometido, pero gracias a eso ahora era mucho más eficiente. Y por supuesto disfrutaba más.
Cuando toda la sala esté llena ella flotará hasta el techo, allí descubrirá que está la salida, aunque no le sirva a ella. La reja está cerrada con un candado. Con sus manos, temblorosas por el frío y el miedo, alcanza el techo. No tarda más que unos segundos en darse cuenta que la única salida está cerrada. Oigo su gemido ahogado de derrota. Debe estar asustada y confusa, ¿qué hace ella aquí? ¿Por qué?. Todas estas preguntas se le pasarán por la cabeza. Recuerdo cuando no estaba seguro qué era lo que pensaban. Muchas noches cavilando cómo podía averiguarlo. La tortura y el interrogatorio no eran adecuados, pues ellas no hablaban con sinceridad bajo coacción. Pero no fue hasta que la conocí a ella que descubrí cómo lograrlo. Un éxito por mi parte.

Ya ha tenido suficiente, así que cierro la válvula. Abro el desagüe y el agua desaparece poco a poco cañería abajo. Ella se vuelve a colocar en el rincón, tiritando de frío. El camisón está ahora más empapado que antes. Se le ha pegado al cuerpo, revelando cada uno de las líneas de su figura, perfecta sin duda. Vuelvo a sentirme excitado, pero me controlo. No deseo mezclar placeres. Continuo con el plan. Con un movimiento casi imperceptible, entrenado muchas veces, me acerco sigilosamente a la reja, con la cerbatana en la mano. Tengo que reconocer que esta curiosa arma no me es realmente necesaria desde hace años. Pero en el fondo soy un sentimental y la continuo usando cuando tengo oportunidad, del mismo modo que lo hacía cuando era poco más que un adolescente. Muchos recuerdos me trae este trozo de caña viejo y desgastado.

El camisón me proporciona un excelente blanco. Ella parece no haberme oído. Supongo que aún está un poco drogada, si bien el esfuerzo de nadar, junto con la confusión, deben haberla dejado también exhausta. El dardo sale disparado de la cerbatana y se le clava en un muslo. Ella se sobresalta e intenta gritar. Pero no puede. El somnífero tardará apenas unos minutos en hacer efecto. Mientras espero a que acabe de hundirse en la inconsciencia la observo, deleitándome de cada una de sus respiraciones, de su cuerpo insinuándose tras el camisón. La posición fetal va perdiendo firmeza, señal que está cediendo a los efectos del narcótico. Intento adivinar la expresión de su rostro, que es lo único que no veo. Me resulta molesto no poder observarlo. Pero comprendo que es mejor esto que tenerla atada. Limitarle el movimiento me haría perder muchas de sus reacciones naturales. De todos modos los rostros aterridos ya los conozco muy bien y pocas veces encuentro placer mirándolos.




Sacarla de la habitación me supone más problema que haberla metido. Por suerte ella no se da cuenta de nada. Le quito el camisón suavemente y la seco con una toalla. El cabello me da más trabajo y uso un secador de mano. La marca del dardo apenas se nota. Mientras vuelvo a vestirla noto como su piel y su bello están erizados. Tiene frío. Es posible que se haya acatarrado con el agua. Pero tampoco es algo que me preocupe. La arrastro hasta el coche con cierta dificultad, creo que ha ganado algo de peso en las últimas semanas. Esta vez no la meto en el maletero, la dejo en el asiento del acompañante. La coloco de forma que parezca que se ha dormido. Su rostro ahora no presenta signo alguno de haber pasado miedo. Duerme apaciblemente.

En menos de veinte minutos llegamos de nuevo al aparcamiento. Sigue tan solitario como antes. Aparco al lado de su coche. Lo abro con la llave de su bolso y la coloco en el asiento del conductor con cuidado. No quiero que se despierte antes de hora. Dejo su bolso en el asiento de acompañante y las llaves en el contacto. Cierro la puerta con cuidado. Me marcho con mi coche y la dejo allí, la sesión de hoy ha terminado.

Ella se despierta apenas diez minutos más tarde. No comprende qué ha pasado, apenas recuerda nada. Ha sido un mal sueño, al menos intenta convencerse a sí misma. Arranca el coche y se marcha del aparcamiento. Mientras conduce hacia casa estornuda repetidas veces. Al parecer se ha resfriado.

Cuando llega a casa yo la estoy esperando. Adopto una expresión de preocupación y le pregunto dónde ha estado. Me dice que se ha quedado dormida en el coche cuando salía del gimnasio. Yo le repito, como en ocasiones anteriores, que tiene que hacer menos deporte, que cualquier día le puede pasar al volante. Me cuenta la pesadilla que ha tenido. Sin que ella se percate la interrogo de forma sutil sobre sus sensaciones, lo que más me interesa.



– No es la primera vez que te pasa. Tendremos que visitar a un médico. No puede ser normal que te quedes dormida de repente y luego siempre tengas pesadillas.
– Quizás tengas razón – dice ella – mañana pediré hora con el médico.
– Así me gusta – le digo.
– No sé que haría sin ti – dice mientras me abraza – Te quiero cariño.
– Yo también a ti – le digo mientras la beso.

La convenzo para que se cambie y me espere en la habitación, mientras yo le preparo una infusión de tila para tranquilizarla. Cuando vuelvo de la cocina ella sale del lavabo, en camisón. Se sorprende al ver que, además de la infusión, le traigo un vaso de agua y un antihistamínico.

– Siempre pareces saber que me pasa, incluso antes que me ocurra.
– Eso es porque te quiero – le respondo mientras le acerco la pastilla.

Tras hablar un rato más sobre su pesadilla ella empieza a mostrarse cansada, aunque parece resistirse al sueño. En ese momento yo inicio un juego de caricias y besos que desemboca en algo que llevaba deseando desde hacía horas. Ella se deja llevar por mis caricias, aunque percibo como disfruta. Al cabo de unos minutos de haber terminado cae completamente dormida. Me levanto de la cama y voy a mi despacho. Allí abro uno de los cajones del escritorio y saco la cámara. En su interior está la cinta que he grabado hoy, que cojo con sumo cuidado. Antes de guardarla junto a las demás le pongo el título, “Pesadilla número 9”.



Autor: Alexgodmir
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