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Justicieros de la noche


Somos asesinos. Sí, es eso lo que somos y nada más. Es esta verdad quizá la única que he descubierto tras este lento errar sobre la faz de la tierra. Me encantaría poder cerrar los ojos y no volver a abrirlos más; dejar de sentir; morir al fin. Pero otra de las cosas que me ha quedado clara en este sinfín de días eternos es que es esa una quimera inalcanzable para nosotros. ¡Dios, ni siquiera se cuando fue la última vez que soñé algo! Quisiera soñar, imaginar en mi descanso aquella vida que dejé atrás, tan lejana ya... Y tan cercana a mi corazón sin embargo. La alegre y sencilla muchacha que fui, mi inocencia y brío perdidos, esa fuerza sin nombre que me envolvía como un manto protector, que cambiaba aquello que tocaba. No obstante todo esto quedó extraviado en el tiempo y ahora solo soy una mera sombra de lo que fui antaño.


Mi leyenda comienza tanto tiempo ha que muchos de los detalles los he olvidado así que perdonadme si paso por alto alguna nimiedad. ¡Ja! ¿Minucias? ¿Qué es la vida sino un cúmulo de detalles más o menos importantes? En fin, trataré de poner en orden mis pensamientos para afrontar de una vez por todas aquello que he tratado y quizá logrado relegar a lo más recóndito de mi alma.

La sangre, ¡oh, sí!, ella es la verdadera protagonista de mi historia. Esa oscura y resbaladiza amiga que me tiene hechizado el ser, y es que la oigo latir allí donde voy. Sonido embriagador y salado. El hálito se me escapa tenue y ronco cuando la presiento cercana a mí. La sed, siempre la sed, tan eterna como yo misma. Pero aquella noche, aquella nefasta y oscura noche en que todavía no podía oírla y por ello no me obsesionaba como ahora, en el cuerpo de un anciano detuvo maliciosamente su marcha. Su corazón sencillamente paró. Y fue este el comienzo, el detonante, de una serie de sucesos que quisiera no haber vivido. Él, ese anciano, mi padre, mi amadísimo padre, murió. Su alma se elevó entre los vapores del incienso y las beatas oraciones de vecinas y cotillas, se detuvo enredado entre las sábanas que cubrían los espejos, sonrió a mi ausente y abatida madre, dirigió su mirada al cielo y sonriéndome en un guiño (que solo yo comprendí) nos abandonó para siempre yéndose a fundir con sus adoradas estrellas.

- Ha fallecido.- Murmuró el doctor en un tono que pretendía respetar las hipócritas oraciones que elevaban unas falsas plañideras a un dios sordo.- Lo siento.- Concluyó recogiendo sus útiles y saliendo lenta y silenciosamente de la habitación, como un ladrón, como el criminal que había matado o dejado morir, al menos, a mi padre.

Fue entonces cuando lo vi claro pero esperé, me contuve un poco más aún había que todavía quedaban sicarios en la habitación.

- No te angusties hija mía.- Inició el párroco en un tono que creía condolerte y que en realidad denotaba un profundo aburrimiento.- No temas.- Prosiguió la farsa.- Tu marido está ahora en un lugar mucho mejor.- Los sollozos de mi madre ahogaban, asfixiaban, el ambiente enrarecido de la pequeña habitación. Quería irme, desaparecer, que la tierra se abriera en dos y me tragara para no tener que seguir escuchando mentiras de boca de aquél charlatán, los lloros interesados de esos buitres negros que acudían a la carroña, a mi madre y mi hermana convulsionándose sin lágrimas en los ojos como en un carnaval grotesco.- Porque Dios es justo y misericordioso y Él en su infinita sabiduría mandó a su hijo a morir por nosotros en la cruz.- Satisfecho consigo mismo continuó el sermón.- Dios...
- Dios no existe.- Musité.
- ...es amor...- Exponía el sacerdote.
- Dios no existe.- Repliqué algo más alto que la vez anterior.
- ...y acogerá en su seno...- Sostenía inmutable el religioso.
- ¡Dios no existe!- Grité.- ¡¿Es que nadie lo entiende?! - Quería hacerme oír. ¡Oh, sí, aquella vez me escucharían! No continuarían aseverando algo que era tan perfectamente mentira.- ¿Qué dios todopoderoso, misericordioso y amoroso mandaría a su propio hijo a morir en la cruz?- No permitiría que el clérigo, aquel político con sotana, engatusara a mi impresionable y débil madre.- Si Él existiera mi padre no habría muerto hoy, así pues: Dios no existe.- Zanjé. Todo entorno a mí había trocado su color por el más absoluto luto: las velas escondían su candor y brillantez tras oscuros y pesados velos negros, mi madre había envejecido al menos quince años, mi hermana se había marchado sin remedio, su juventud, simplemente, se había esfumado, ya no continuaba la pantomima de aquellas curiosas y chismosas pues ahora me miraban con incredulidad, boquiabiertas como peces que esperan una bocanada de aire fresco, el párroco, amedrentado tras tamaña sarta de blasfemias, encogido en el pequeño sillón de casa esperaba lívido el seguro castigo divino, persuadido por entero de que este no tardaría en llegar en forma de rayo, plaga o catástrofe de algún tipo que me borrara de la faz de la tierra para siempre para siempre, para que enterrara en las profundidades del infierno a este alma impía. Pero el rayo no llegó, esperé y los segundos se escurrieron entre mis dedos pegajosos y lentos como la dorada miel. Viví.

- Bien.- Dije saliendo rápidamente de mi mutismo.- ¿Veis?- Afirmé rotunda, ya completamente convencida.- Dios no existe.- Tras estas últimas palabras dirigí mis pasos a la puerta principal de mi, hasta entonces, casa. Sin volver ni una sola vez la vista atrás.
- Hija.- Escuché una voz vacilante, ahogada, sofocada, exhausta, la de mi madre, pero ya no me detendría.

Vague sin rumbo durante horas seleccionando fríamente, como tanto tiempo atrás, la forma más rápida y fácil de morir, porque era aquello lo que me esperaba ¿no? ¿Qué mejor manera de reunirme con mi padre? Y recordé todo lo que había acontecido aquella noche y entrelazados a estos recuerdos llegaron otros muchos, más agradables y sin embargo ahora tristemente dolorosos. Suprimiendo con esfuerzo estos postreros me concentré en los sucesos de aquel principio del fin.

Y es como si el tiempo no hubiera pasado desde entonces. Lo evoco con total nitidez, cual si en este preciso instante viviera una vez más aquello que me trato de ocultar.

“¡Palabras, palabras! Se ahogan en mi pecho y no ven la luz del día. ¿Tan difícil es lograr aquello que pretendo? A mí no me lo parece. Apenas un cuchillo, una ventana o un balcón, demasiadas pastillas, un golpe certero en el cráneo, cruzar temerariamente una calle, cortar unas delicadas muñecas... Ver alejarse la vida y abrazar con fervor la muerte, besarla dulcemente en los labios y hacerla tu amante perpetua. Te arrancará el corazón, me susurran, te arrancará el corazón, me cantan, te lo arrancará y se lo tragará. ¿Y qué? ¿No es eso lo que ansío desde hace tanto tiempo? No lo consigo y me desespero. No es valor lo que me falta sino lo que me sobra. ¿No es un desafío acaso el vivir cada día? Un reto que me está calcinando el alma y agostando el cuerpo.”

“¡Tantos son los que huyen de, mi pretendida amante! Y otros tantos los que no lo consiguen y yo que busco desposarme con ella soy firmemente rechazada una vez tras otra.”

Estos, mis amargos pensamientos, que se alzan con torpeza y débilmente tropiezan, se tambalean al igual que mis trémulas piernas. Me hacen caer. “Es posible que esta vez ya no me levante”, se me ocurre con indiferencia. “Ahí, tendida en la calle, me encontrarán algún día y no sabrán mi nombre ni me procedencia, ni quién fui ni nada sobre mi persona y no les importará lo más mínimo. Ya no queda nadie que llore a muertos ajenos.”

Presiento un magnetismo, una fuerza que me obliga a levantarme. Aturdida me incorporo con lentitud, observo la angosta y mal iluminada callejuela en que me encuentro. Mis vacilantes pasos me han llevado a una sucia calle de París, nadie transita por ella y no obstante me siento atemorizada, en peligro, todo mi ser trata de advertírmelo. “¡Corre!”, me insta. “¡Corre y no mires atrás!”. Pero sabe que la carrera está perdida de antemano así pues se yerge en toda su estatura y entre desafiante y sumisa mira pausadamente la noche esperando el fatal desenlace de tan siniestra situación. “¡Vaya!, al parecer la que tanto anhelaba se ha dignado visitarme”. Me digo fría, sardónica, triste; dejando traslucir una media sonrisa que no es más que una helada mueca de desprecio hacia mi propio temor y ese sentimiento, ese afán que me niego a reconocer, ese natural instinto de supervivencia que no me deja morir tranquila y resignada, que mantiene mi lucidez hasta el último momento.

- ¿Quién hay ahí? - Pregunto sin mucha convicción. El silencio es el único que me responde y el universo parece haberse detenido un instante. Recuerdo aquello que me dijo una vez mi padre, mi anciano padre, él, que ahora se ha marchado y que ya no volverá para contarme nada.

“Hija mía, ¿ves esas hermosas estrellas que tanto se parecen a tus brillantes ojos?” Un asentimiento mudo por mi parte es la única respuesta que facilito. “Pues también ellas saben cantar y danzar al son de una música que pocos han logrado escuchar.” Mi mirada perdida en el infinito corresponde a la sonrisa que flota juguetonamente sobre los labios de mi querido padre. Es en este momento cuando comprendo la totalidad de aquello que me dijo él. Sí, me parece escuchar algo. Una musiquilla lejana, casi como la de un carrusel pero mucho más enigmática y majestuosa. Me invita a girar y girar, dar vueltas con la cara vuelta a las estrellas ese espacio donde ahora habita mi papá. Y danzo y salto suavemente con los brazos extendido dejando que esa fría y ligera llovizna, que desde hace rato está cayendo, me moje los labios y el corazón, los hombros y mi suntuoso y caro vestido, mi cabello de hada embrujada, como suele llamarlo mi madre, y mis párpados entornados. Y el frío que anidara en mi alma alza el vuelo hasta las distantes estrellas para avisar a mi padre que ya no estoy triste, que un tibio calorcito se adueña lentamente de todo mi interior. Sé que me observan pero no quiero parar, si lo hago este momento mágico se irá, no volverá, se elevará junto con mi miedo y mi confusión, con esa tristeza que hace tan poco me ha dejado y tornará a formar parte de las altivas estrellas que se ríen de mí en la seguridad de su distancia.
Una mano se desliza con soltura sobre mi engalanado talle y con igual facilidad sigue el ritmo que nadie me ha marcado y que a cada momento cambio, a mi antojo. Me estrecha poco a poco contra sí este ser que adivino varón por la forma de moverse y de guiar mis pasos, ¡los hombres siempre tan dominadores!, más que por la delicada mano que me mantiene en cautiverio permitido. Un miembro tan fino y delgado, tan culto que temo equivocarme y estar bailando con una esbelta jovencita de cabellos dorados. Y no sé por qué razón sigo y sigo bailando, ese vals endemoniado, que me deja sin resuello y se va tornando, a cada momento, más frenético. Agotada y enfebrecida tras tan singular acto me detengo con la esperanza de que aquella mano sólo haya sido un sueño y con el deseo de que me sostenga si, por casualidad, me desvanezco.

Me planteo sin embargo la identidad del sujeto poseedor de tan singular y enigmática mano. Mi corazón salta, brinca, está desbocado. ¿Un príncipe o un mendigo? ¿Quién sabe? Puede que los dos o ninguno. Escucho el sonido rítmico de una respiración pausada. El cálido hálito se me clava en la espalda. Él aparta mis mechones uno a uno y deja al descubierto mi frágil cerviz. Se acerca levemente aspirando mi fragancia y como estoy congelada, como clavada en el suelo, no me muevo sino es en el último momento. Trato de desasirme y compruebo que no puedo así pues me giro lentamente, como haciendo perdurar el misterio que en breve será desvelado y lo que me encuentro me deja la mente en blanco: Un joven de no más de veinte años que me toma tranquilamente las manos. Me escruta con unos ojos que no son de este mundo. Unos ojos duros, metálicos, grises, opacos, me observan desde el vacío que es la oscuridad de esta calle y me aferro a ellos, a esa mirada, para no caer, para permanecer cuerda un momento más al menos. Una sonrisa asoma a sus perfectos labios que se abren como una rosa al sol, como rubíes engarzados en blanco y perfecto mármol. Se entreabren, digo, y lo hacen con pereza como la sonrisa de un felino; blancas perlas se advierten tras tan delicado ramo. Su marfileño color alumbra más que las agraciadas estrellas. Percibo mientras tanto unos colmillos largos, blancos, afilados. Dos pequeños puñales, minúsculas dagas que se muestran con descaro despreocupado; y la nívea piel con la que compiten tersa y lozana, joven, fresca, se ve realzada por unos rizos azabachados, negros como la noche, como boca de lobo, como las pestañas que adornan, tupida y profusamente, ese par de cuevas gélidas que son sus profundos ojos. Sonríe con picardía, me recorre un escalofrío similar a una descarga eléctrica y sus cabellos ensortijados se ríen de mí desde la alta raíz hasta las bien acomodadas puntas y es que este particular joven deja reposar sus lindos adornos sobre sus fornidos hombros. El esbelto y atractivo cuerpo que posee se me aproxima con sigilo y me acorrala contra una inoportuna pared. Un fulgor significativo en los ojos y los colmillos del individuo me informan de que no seguiré contemplando a este ser durante mucho más tiempo.

- Volvemos a vernos.- Que afirmación más extraña. Me alegro de la breve interrupción que me otorga la oportunidad de pensar, sin percatar cuanta verdad hay en sus palabras.

Una última voluntad me digo y repentinamente siento la imperiosa necesidad de conocer el nombre de mi muerte.

- ¿Co...cómo te llamas?- Vacilo, me tiembla la voz y él lo advierte ¡maldición!...¡en fin! ¿qué más da? En breve estaré muerta.

Se aparta imperceptiblemente de mí y me sonríe y soy feliz pero no sé si a causa del insignificante aplazamiento que he logrado o de la hermosa sonrisa que he obtenido.

- Mmm...Vaya, vaya... La pregunta eterna.- Su voz se extingue en un ronco suspiro, esa voz de ultratumba que acaricia mis oídos con más suavidad que el terciopelo. Se gira y me da la espalda, parece dispuesto a marcharse pero súbitamente se detiene a pocos pasos de mí y todavía de espaldas me comenta, casi son indiferencia.- Olvidé mi nombre hace ya mucho tiempo.- El silencio se apodera nuevamente de mis oídos.- Puedes llamarme Letrio.- Dijo al fin.- Es lo más parecido a un nombre que recuerdo.- Alza una mano, el tan distinguido caballero y rechaza con este gesto todos mis pensamientos, mis preguntas sin formulas que mueren en mis labios antes de aspirar la dulce fragancia que impregna esta noche aciaga.- Eso no importa ahora. Es una historia demasiado larga y dolorosa como para recordarla. Continuemos sin embargo, con aquello que nos ocupaba.- Me sonríe divertido y un destello que no alcanzo a comprender ilumina sus punzantes ojos al ver la expresión de terror que ocupa mi rostro. Busco una salida desesperada, lanzo furtivas ojeadas a un lado y otro del repentinamente extenso callejón.- ¡Ni lo sueñes! - Exclama y ríe con verdadera gana cuando compruebo horrorizada que verdaderamente lee todo aquello de mi mente.
- Trata de escapar y estarás muerta antes de dar el tercer paso.- La amenaza fulmina todas mis posibles esperanzas.- No quieres escapar de mí.- Afirma.- ¿Adónde irías? Ya no puedes volver a tu casa y la Iglesia también te ha cerrado sus puertas, así pues piensa.- Y lo hago con denuedo y no encuentro solución para tan desesperada situación. Escarbo sin contemplaciones por todos los rincones de mi huido raciocinio. Desarmada al fin acepto mi fúnebre destino. “Yo me lo busqué”, me digo, mas lo que asevero no me ofrece consuelo. Quise ser amante perpetua de la muerte y ahora que tengo la posibilidad delante de mí no trato más que eludirla.
- No quiero, ni puedo - Recalco.- escapar de ti.- Confirmo.
- Bien, pues ya que estamos de acuerdo...podré concluir aquello que emprendí.- Abre sus brazos como para darme un gran abrazo aunque más creo que es para ahogarme con sus delicados dedos que ostentan, ahora lo veo claro, un interesante anillo de considerable tamaño con una gema, un rubí, engarzado en oro blanco.
- El color de la sangre...- Murmuro abstraída. El vampiro retrocede con la misma brusquedad que si le hubiera propinado un golpe físico.
- ¿El color de la sangre? - Susurra y su voz suena como el eco de la mía, un eco vacío y triste, gutural y apremiante, como el gemido de un loco o el gruñido de un lobo.- El color de la sangre.- Repite deslizando suavemente su mano, la del anillo, sobre mi palpitante garganta. La joya arroja un destello rojizo sobre los férreos y ausentes ojos de Letrio que comienza a hendir lentamente sus dedos en mi frágil tráquea. “Es el fin” me anticipo y sonrío con tristeza. “Al menos sé que mi muerte es muy bella y que tiene una mirada tan fría que hiela.” Cuando mi cerebro pierde el hilo de sus pensamientos y ya no me doy cuenta de la evidente carencia de oxígeno él reacciona y aparta con presteza su mano de mi cuello. Me abraza tiernamente, como tratando de protegerme de algún peligro externo cuando en realidad él es el único que me acecha y que amenaza con arrebatarme la vida. Ojalá y hubiera sucedido entonces. Inspirando con deleite mi aroma, aprendiéndoselo a conciencia, me ciñe aún más contra él y recorriendo con un dedo, sólo uno, mi erguido cuello llega a mi hombro donde deposita un devoto beso. Sorprendida lo observo con aprensión tratando de averiguar cuál será la aproximación acción de tan enigmático comportamiento. Veo entonces algo que no olvidaré jamás y que me desconcertó hasta el punto de hacerme replantear si la muerte llora alguna vez por sus victimas. Letrio se aparta un poco de mí, apenas unos centímetros y me taladra con esa mirada tan suya, o al menos eso creo entonces, pienso que lo que contemplo no es más que ferocidad y muerte y resulta ser compasión y vida, vida eterna para más señas. Una lágrima solitaria surca su liso y bruñido rostro, rodea la comisura de sus labios y se desliza hasta la perfecta barbilla, manteniéndose en peligroso equilibrio antes de desaparecer en el vacío. Aspira con fuerza, como si quisiera tragarse todo el aire del callejón y posa sus labios sobre mi garganta. Espero, atemorizada y no ocurre nada.

- No puedo.- Su voz no es suya, algo en su interior se ha roto.
- ¿No puedes?- Repito, vacilante, casi a su oído.
- No puedo.- Prosigue como un ensalmo.- Se lo debo.- Y no sé a quién le debe tamaño favor, sólo sé que ahora soy deudora de esa poderosa persona y no es poco lo que debo, es mi vida por entero.
- ¡Oh, mon cherie, no quiero! - Exclamó como si perdurara en su nostalgia, como si luchara interiormente con fantasmas del pasado. Advierto que le debo algo, me doy cuenta de que él no actúa así normalmente, quiero ofrecerle un tributo en pago justo al regalo obtenido pero no poseo nada en este momento de valor aparte de mí misma y ni siquiera estoy muy segura de ello.- No puedo matarte, siento que no puedo.- Concluye derrotado por sus espectros o quizá vencedor de ellos (¿entonces por qué se muestra tan triste?). Escudriño los ojos que esperan mi sentencia, mi aceptación, se han convertido en metal fundido esperando a que los forje y les de la forma que yo desee, con una palabra, un beso o un “te quiero” (quizá con un “gracias” basta). Pero no me arriesgo a que el hechizo se rompa y él vuelva a ser el frío, altivo e infranqueable ser que suele ser. Mi silencio lo perturba y finalmente lo enfurece, temo haber perdido su favor por tan cobarde e inepta resolución, pero en cambio, se vuelve y comienza a caminar lentamente, el rechazo que siente es patente, se aleja de mí que lo he herido sin saberlo en lo más profundo de su ser. Respiro aliviada: ¡Estoy salvada! Doy un paso en dirección contraria al vampiro y luego otro y otro más aún pero acabo deteniéndome y me giro bruscamente. La distancia que nos separa es considerable, no obstante, yo la salvo en no más de un instante.
- ¡No te vayas! - Me atrevo a suplicarle, casi a reprocharle, como si fuera su madre.
- Ven.- Me dice simplemente y tras tomar mi mano continúa con su mismo ritmo pausado aunque lo siento presa de una profunda excitación que mi naturaleza comedida desconoce.

El antro en el que me hallo tras recorrer casi con desvergonzada indolencia las más peligrosas calles de París, emana un hediendo olor a putrefacción y a muerte prematura, a borracheras y a sueños perdidos. Él me ha traído hasta aquí, aunque tal vez sería más correcto decir que me ha arrastrado sin contemplaciones por las amenazadoras y criminales callejuelas del barrio más bajo que nunca había visitado hasta este tugurio de muerte. Muerte, sí, ya que es lo único que se respira en el espeso ambiente. Y allí está él, tan ajeno a todo lo que ocurre entorno suyo que las lágrimas que no vertí en ese momento las estoy viendo partir ahora con desenfreno. Pobre víctima de mi cruel Letrio. Sucia mente era la suya al igual que lo era el cuerpo, ¡tanto me cuesta hablar en presente sobre este tan dispensable y a la vez imprescindible sujeto!, sucia la cara, sucio el ralo cabello, endurecidas las manos por el dolor y el esfuerzo, su cuello tan negro, tan aceitoso, que si le prendes fuego arderá sin duda alguna, raídas y pobres ropas las que cubren, más que adornan, a este desgraciado borracho que no sabe ante quien se halla y habla a la muerte como si de una prostituta se tratara.

- Bonita la muchacha. ¿Cuánto por ella? - Parece una inocente pregunta, de sencilla respuesta que implicará su desgracia aunque él aún no lo advierta.
- ¿Ella?, ella no está en venta.- Manifiesta Letrio acercándose a la grasienta barra de la taberna.
- ¡Vamos, gentilhombre, usted, como yo, sabe que todo está en venta! - La escena que tiene lugar a mi alrededor es, al parecer, de lo más habitual aquí; una chica joven de unos doce años se ve “atendida” por unos “galanes” borrachos que pretenden sacar partido del dinero gastado. La niña es tan delgada, tan frágil, que temo que la rompan con sus burdas manazas, su lacio cabello sin vida cae desordenado y enmarañado sobre su cansada cara que denota el hastío que le produce estar en un lugar tan cochambroso como éste, es seguro que ella soñó no hace mucho, pues aún se encuentra tan próxima a la infancia que podría decirse que la abandonó ayer, que un bello príncipe la venía a recoger; no obstante ahora veo esos hombros echados hacia delante en un vano intento por defenderse de los abusos de que ha sido objeto. Pequeña princesa a la que los hombres miran con lascivia incontenida, remoto ángel, ¿dónde ocultas tus pensamientos y tu espíritu para que no sean corrompidos por estos estúpidos patanes que hacen con tu cuerpo aquello que más les place?, mi niña perdida, creo que yo estoy más condenada que tú, lástima que sea ahora cuando lo veo, es una pena, hubiera sido preferible que me entregara a las humillaciones del cuerpo para, salvar al menos, las del alma. Dulce estrella que alumbras más que las del firmamento porque aunque aún no conozco tu nombre ya te compadezco, ya te quiero. ¿Sabes lo que significan estas palabras: “te quiero”? Espero que algún día alguien te las diga y que lo haga de corazón, que llegue ese príncipe que haga huir las tinieblas que oscurecen tu vida, mientras, querida, seguiré amándote en secreto en representación de todos los pequeños esclavos que deambulan por las calles en busca del necesario sustento. Incapaz de mantener la vista sobre la dócil muchacha que soporta con estoica resignación las palabras obscenas susurradas al oído por una voz ronca y apremiante, las lujuriosas miradas que la despojan de su deficiente vestimenta, los cuerpos torpes y desmañados que tanta vergüenza le hacen pasar con su vulgar contacto y esas mentalidades retorcidas y pecaminosas más propias de los cuentos que hacen estremecer de pavor a los niños y a los no tan infantes, la dirijo a mi bien parecido Letrio y me pregunto si no estará el lobo disfrazado de cordero. Él me mira con una indescifrable sonrisa pintada en los labios, ya que no en los ojos, y sospecho que se está riendo de mí, de mis sentimientos, del interés que muestro por alguien que, quizá según él, no sea más que un objeto o un estorbo. Su atención se vuelve para el obeso que nos entrevé como en un ensueño con esos ojos legañosos y turbios que pasan de uno a otro de forma intermitente: Letrio y yo, yo y Letrio y otra vez Letrio; en él se detienen y con un significativo ademán en dirección a la muchacha deja sin manifestar lo que su gesto indica.
- Ya te he dicho que no está en venta.- Letrio aguarda un momento y un escalofrío me estremece: “¿Negociará con ellos? ¿Será capaz de entregarme a estos bárbaros? No creo que necesite el dinero. No, no es de esos.” Su atuendo lo delata, podría pasar por el príncipe que la chica tanto anhelaba. Vestido va a la moda de esta era, la elegancia de la burguesía acomodada, esa clase alta que puede permitirse estos lujos. De terciopelo rojo con brocados en oro, algún que otro diamante engastado formando un intrincado dibujo en la pechera de su gabán, un chaquetón largo más allá de las caderas que le cae con la gracia que sólo el buen tejido de paño y esa gallarda percha pueden lograr, la capa negra le cubre hasta los tobillos y se amolda a su cuerpo como las sombras a los movimientos gráciles y seductores de este felino nocturno, unos minúsculos diamantes enriquecen la capa al igual que las estrellas adornan el tenebroso cielo, lustradas las botas, cual gotas negras que a la noche miran con indiferencia.- Puede que haya algo por lo que te la venda.
- Lo que sea.- Afirma el ansioso hombrecillo. Me siento traicionada, ultrajada, claro que no tendría que esperar ninguna dadiva por parte de alguien a quien acabo de conocer y que ha estado a punto de asesinarme. El miserable toma a Letrio por mi tratante y comienza a hacer un gesto para llamar la atención de los otros, que, abstraídos en su juego con la niña, no se percatan del ademán de este.- ¿Cuál es el precio? - Le dice a mi Letrio.
- Tranquilo, no necesitarás la bolsa de esos.- Señala a los beodos sentados entorno a la chiquilla.
- ¡Ah, pero entonces es muy barata! - Exclama complacido y un brillo avaro ilumina sus aviesos ojillos negros.
- Yo no diría tanto.- El vampiro se acerca al oído del infeliz hasta tal punto que su boca casi roza el lóbulo de este.- El único precio que te pido...- Baja la voz hasta convertirla en apenas un susurro murmurado.- ... es tu vida.- Tras esta observación y a modo de sello posa sus labios sobre su inmundo cuello. La papada del aturdido infortunado sufre las consecuencias de su vacilación, confuso como está no acierta a separarse del mortífero beso que le propina Letrio. Me impresiona la facilidad con que se despoja de su vida a un cuerpo que, antes vivo, ahora yace muerto en una posición teatral, casi caricaturesca de un hombre sentado y dormido profundamente tras el sopor que producen los vapores del vino, en la barra de la ruidosa taberna. Letrio se gira complacido hacia mí y desnudando sus letales armas me sonríe dejando que vea el purpúreo color que han adquirido sus labios tras el apasionado beso. ¡Qué carmín tan perfecto! Su sonrisa y los que la forman brillan con mayor intensidad que antes y no continúo contemplando al asesino porque sé que comienza a seducirme la idea de que este ser muerto haya obtenido vida de otro que creyéndose, soberbio, poseedor de ella, la ha dejado escapar de esta manera.
- La vida es de aquellos que buscándola la encuentran y la apresan.- Sé que es la voz de Letrio la que escucho, pero también es claro que no ha separado ni un milímetro los labios, son tan rojos que no he despegado mi vista de ellos todavía y el más ligero movimiento se que lo habría captado sin dificultad.

Me arranco de los rubíes renovados y me concentro en el rostro semi-oculto del cadáver tras sus rudas manos. La faz que lleva a la otra vida es la más común de todas: Labios finos y secos, agrietados y amarillentos antes incluso de los afectos de Letrio, barba mal rasurada, descuidada, nariz pequeña, chata, asimétrica y ojos anodinos, gelatinosos, que , absortos, no ven nada. Percibo algo tras esta mirada, eso que desmiente la aparente paz en que está sumido el sujeto, un silencioso grito de pánico se halla anulado por los efectos del alcohol y el hechizo vampírico, encerrado tras las muertas pupilas. Una mirada acusadora que no sabe a quién apunta ya que no ve, una voz silenciada antes de nacer, acción tan tardía que no será atendida. Me horroriza, me repugna, trato de respirar para serenarme, me es imposible, el aire quiere matarme negándose a entrar en mis pulmones, la sangre se hiela en mis venas y mi corazón se detiene, en vilo se queda, esperando mi respuesta. La nausea se apodera de mi cuerpo, la retengo y me mareo. Giro sobre mis talones y corro hacia la puerta sin pensar en otra cosa que en la lluvia y el aire fresco que, benevolentes, sanarán mi aflicción, o al menos eso espero. Llegada estoy a la calle pero no remite mi malestar. Letrio me ha seguido, lo sé, lo siento. Me abraza con dulzura por la espalda, actuando como el padre que enseña una difícil, pero necesaria, lección a su reticente hijo.
- Ven, amor mío.- No respiro, no me muevo. “He muerto”. Al comprobar que soy una trémula hoja que apenas alcanza a sostenerse por sí sola me alza en sus brazos y en este estrecho abrazo nos elevamos en el cielo desafiando todo precepto. De este viaje poco recuerdo excepto mi pesar, era tal el caldo de cultivo que hervía en mi interior que no podía prestar atención a mi exterior.

La lluvia azota cruelmente mi cara, el cabello se me arremolina entorno al semblante y se mete en mis desprotegidos ojos. Letrio trata de resguardarme de la tormenta interponiendo su cuerpo, entre el temporal y yo, a modo de escudo, no obstante la tempestad es tal que creo que terminará por zarandearnos como a una ligera pluma abandonada a su suerte. Y es que es precisamente de esta forma como me siento, tan insignificante y perdida, tan baldía, si Letrio quisiera… ¿cómo podría salvarme? Sé que no habría manera. Él no me mira, no me ve, no me siente, ¿por qué me ha liberado y no obstante capturado? Aunque en este momento me dejara en mi casa liberta… sé… sé que no podría quedarme allí, quizá acabaría como esa chica, en ese mismo local, comida por esos voraces ojos y manoseada por esas arañas que tienen por manos o, posiblemente, continuaría vagando por las calles, bajo la lluvia, hasta hallar una muerte menos divina pero más franca y directa, menos ladina. Abrazo tímidamente a Letrio, por primera vez en todo el trayecto me observa, distraído, me mira sin verme, soy transparente y me duele. Esa indolencia suya me deja seca y un regusto amargo asoma a mi boca, es casi como si la bilis que he acumulado tras todo el día me regara el paladar con deleite, entreteniéndose en cada recoveco: bajo la lengua, en las encías, entre los dientes e, incluso, tras la garganta. Se escurre por ella y llega a mi estómago donde se encuentra con un nudo tan amplio que no puede evitarlo. Lucha con él, y finalmente lo deshace y son gélidas mis lágrimas y mis sollozos ya no tan ahogados. Son pequeños cristales tallados, tan fríos como el hielo de la indiferencia que los ha causado.

En la penumbra, sobre la hermosa ciudad pintada de luces, que asemeja al cielo nocturno que se abate sobre nosotros, lloro lágrimas amargas de incomprensión y son estas perlas, estrellas extraviadas, que buscan su morada y no saben dónde hallarla, si arriba en el cielo junto con sus iguales en brillantez o, en el suelo, en el barro, con el dolor que las ha causado.


Autor: Selene16
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