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Florián


Florián estaba enfermo desde hacía ya dos semanas. Tenía una inflamación en una pierna que no terminaba de sanar y hubo de guardar cama. La herida picaba y escocía, y cuando su madre le cambiaba la venda le hacía un daño horrible. Pero mucho peor que los dolores era el aburrimiento. Sobre todo se aburría por las mañanas, cuando sus padres estaban trabajando. A menudo se quedaba así, tumbado, y contaba las motas negras de la alfombra. O se inventaba historias de un muchacho y un perro que vivían aventuras apasionantes.

Su madre llegaba a casa, a mediodía, demasiado cansada para ocuparse de él. Así ocurría hoy también. Después de comer, Florián preguntó a su madre:
-¿Juegas conmigo? Ella sacudió la cabeza. Florián frunció el ceño y dijo: -Estar malo es espantoso.
-Pues yo me quedaría bien a gusto una semana en la cama dejándome mimar.

«¿Mimar?» Florián se hubiese echado a reír.
-Estoy solo toda la mañana y cuando por fin llegas no tienes tiempo. Ya podrías preocuparte de mí un poco más.
-He tenido un día agotador -dijo la madre. Florián se mordió el labio y añadió:
-A pesar de todo. -¿Qué te parece si voy luego a sentarme en tu cama y te cuento una historia?
-¿Sólo una historia?
-Una historia de miedo.
¿Sabes tú una historia de miedo? -preguntó Florián sorprendido.
-Y la he vivido yo misma, además.
¡Oh!, sí, cuenta.
-Después, cuando lea el periódico y haga el café.
-¿De verdad has vivido una historia de miedo? -preguntó Florián con los ojos brillantes cuando, al cabo, la madre se sentó junto a su cama.
-Sí.
-¿Ya había nacido yo?
-Fue hace dos años, cuando estábamos buscando casa. Antes de encontrar ésta, tuvimos otra oferta, un piso de cuatro habitaciones en una vieja villa con un jardín grande y silvestre.
-Y ¿por qué no lo cogisteis?
-Es lo que te voy a contar:

«Papá vio el anuncio en el periódico. El alquiler era muy barato, así que nos pusimos de acuerdo con los que habían vivido antes para ir a ver la casa. La villa tenía el aspecto de un castillo pequeño, hasta con su torrecita. Yo estaba entusiasmada. Ya sabes cómo me chiflan las casas antiguas. También me gustó el jardín, con árboles altos y corpulentos. Llena de curiosidad, subí al primer piso y toqué el timbre. Pasó un rato. Luego oí pasos. Me abrió una niña. Tenía el pelo negro y rizado, largo hasta la cintura. Llevaba un vestido blanco de encajes hasta los tobillos. La cara muy pálida.
-¿Quiere ver la casa? -preguntó.
-Sí -dije-. ¿Están tus padres?
-Vienen en seguida -contestó-. Pero yo puedo enseñársela. Pase, por favor. Entré. La niña, interrogándome con la mirada, dijo: -¿Tienen niños?
-Sí, un chico.
-¿Cómo se llama?
-Florián.
-Entonces, la niña, por primera vez, sonrió. -Me llamo Bárbara -dijo-. Venga, le voy a enseñar el cuarto de los niños.
-Pero quisiera ver primero las otras habitaciones -contesté yo.

-No, no -dijo Bárbara con brusquedad-. Tiene que ver primero el cuarto de los niños.
Lo dijo con tanta urgencia que la seguí. Me condujo a una habitación grande y vacía al final del pasillo. Por la moqueta de colores se advertía que había sido un cuarto para niños. Bárbara corrió a la ventana.
-Aquí estaba mi mesa -dijo- . Siempre veía el castaño cuando me sentaba aquí. Su niño tiene que sentarse también a la ventana, ¿me lo promete?
-No sé -contesté dudando, e intenté sonreír.
-¡Por favor! -exclamó, y me miró con ojos suplicantes.
-Bueno, si tanto lo quieres -dije para dejarla contenta. Pensaba para mí que era cosa nuestra el cómo distribuir las habitaciones.
-Ahí estaba mi cama -dijo, señalando la pared junto a la ventana-. Cuando me despertaba veía el cielo. Así sabía siempre si hacía buen tiempo o malo.
-Pero ese no es buen sitio para la cama -comenté yo. Bárbara me miró sorprendida y añadió:
-¿Por qué no?
-En la ventana hay corriente a menudo. Podías haberte acatarrado.
-¿Acatarrarme? -gritó- . ¡Quiere usted decir que mi madre ha cuidado mal de mí?
-No, naturalmente -me apresuré a asegurar.
-Pero ha dicho que era un sitio malo para la cama.
-Era por decir algo.
-No vuelva a decir jamás algo tan horrible de mi madre. El tono de su voz se volvió agudo de repente.
-No he dicho absolutamente nada de tu madre -respondí. Y entonces oí pasos en el pasillo.

-Deben ser tus papás -dije aliviada, y salí rápidamente de la habitación.
Era ridículo, pero aquella niña pequeña me daba miedo. Una mujer y un hombre vinieron a mi encuentro por el pasillo. Al verlos, me asusté, porque los dos iban vestidos completamente de negro. El hombre tenía el mismo pelo negro que Bárbara, y la mujer, sus mismos ojos grandes.
-¿Ya está usted aquí? -preguntó extrañada la mujer.
-Es raro que estuviese la puerta abierta -dijo el hombre. Iba a explicarles que su hija me había abierto, pero antes de que pudiese hacerlo estábamos ya en una de las habitaciones anteriores.
Comenzaron a enseñarme la casa, primero los dos cuartos de estar, luego el dormitorio y el baño. Nos detuvimos en la cocina, que tenía unos azulejos antiguos preciosos. El hombre se volvió hacia mí, con una cara tan pálida como la de Bárbara y me preguntó:
-¿Le gusta la casa?
-Sí-contesté yo entusiasmada-. Es de un estilo un poco antiguo, justo como yo deseaba. Además es muy amplia.
-Hay otra habitación -dijo el hombre- al final del pasillo. Pero ya no entramos en ella.
-Era el cuarto de los niños -agregó en voz baja la mujer.
-Lo sé -dije yo, sorprendida por el misterio con que hablaban de aquella habitación vacía.
-¿Usted? -titubeó la mujer-. ¿Ha visto usted la habitación?
-Sí, me la ha enseñado su hija. La mujer clavó en mí sus ojos: -¿Nuestra hija? -Sí -afirmé-; quería que el cuarto se dispusiese del mismo modo que cuando estaba ella.
-¿Cómo era esa niña? -gritó el hombre con voz ronca. Me extrañó la pregunta.
-Tenía una melena negra larga y llevaba un vestido blanco con encajes.
-¡Bárbara! -exclamó la mujer con tanto dolor que me sobrecogí de miedo. Entonces se precipitaron los dos fuera de la cocina y les oí correr por el pasillo gritando el nombre de Bárbara. Sentí una desazón muy molesta. No comprendía su excitación, pero advertí que mi encuentro con Bárbara debía haberles alarmado. Les seguí lentamente. Se quedaron parados en la puerta de la habitación de los niños.

-No está aquí -dijo el hombre con palabras ahogadas.
-Pero yo la he visto -insistí -. Estaba ahí, en la ventana, y habló de su castaño.
La mujer sacudió la cabeza con gesto triste. -Tiene que haberse equivocado.
-No, con toda seguridad.
-Es imposible.
-Pero, ¿por qué?
-Bárbara está muerta -dijo el hombre.
-¿Muerta? -repetí incrédula.
-Murió hace cuatro semanas -explicó el hombre- , aquí, en esta habitación, de una pulmonía.
-¡No! -grité. Los dos me miraron y dijeron que sí con la cabeza. Entonces di media vuelta y me marché de allí a toda prisa.»

La madre de Florián hizo una pausa. Luego añadió:
-Una semana después encontramos esta casa y nos alegró que al llamar a la puerta no nos abriese un fantasma.
-¿Tenía Bárbara el aspecto de un fantasma? -quiso saber Florián.
-Estaba muy pálida y parecía muy débil, como alguien que lleva enfermo mucho tiempo.
-¿Por qué no me llevaste contigo?
-Tú estabas en la escuela. Bueno, y ahora me tengo que ir -se levantó-. Me quedan un montón de cosas que hacer. Florián torció la boca, pero no dijo nada. Oyó a su madre entrar en la cocina. Y, en seguida, le llegó el cla-cla-cla de los platos en el fregadero.
-¡Mamá! -voceó.
-¿Qué ocurre?
-¿Se murió Bárbara por dormir tan pegada a la ventana?
-No lo sé.
-¿Es verdad que su madre no la había cuidado bien?
-No lo sé. Florián aspiró hondo y gritó:
-Yo también podría coger una pulmonía si tú no te preocupas más de mí. La madre no contestó. Florián cerró los ojos y suspiró.



Autor: lacasadelterror.com
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